domingo, 27 de septiembre de 2009

FARÖ

Aquella mañana estaba yo en el patio, retirando unos forros de plástico transparente que cubrían los rosales que crecían al fondo del huerto, junto al muro de piedra. Éramos muy aficionados al cultivo de rosales, teníamos una gran variedad, traídos de muchos rincones del país, y con la llegada del frío y del mal tiempo los envolvíamos en esos plásticos, con la intención de que sufriesen lo menos posible durante el invierno. Todavía recuerdo los arañazos en mis manos, mediaba el mes de mayo y no llevaba guantes porque tengo hiperhidrosis y las manos me sudan en seguida, y tampoco es que me hubiesen servido de mucho los guantes… para los arañazos, ¿entiende lo que quiero decir? Es desagradable sentir la piel empapada bajo la goma de los guantes. Llevaba un buen rato trabajando en el huerto, limpiando los parterres, retirando lascas de piedra que habían sido arrastradas por la lluvia desde el muro, como cualquier otra mañana desde algunas pocas semanas atrás. Recuerdo que retiraba los plásticos y los amontonaba en el granero, y luego observaba las yemas de mis rosales, bastante crecidas para satisfacción nuestra, y me di cuenta entonces de que aquella mañana no era como cualquier otra. Mis botas de agua me llegaban hasta las rodillas, eran de color amarillo, un regalo que me hizo mi madre cuando supo que me iría a vivir allí. Mis botas se hundían en el fango del macadán, y al caminar de un lado a otro hacían un chasquido sordo, como un rumor líquido, como un diálogo con los bramidos de las olas que rompían en la playa, no lejos de allí. La primavera había estallado al fin, después de todos aquellos meses de silencio, y negrura, y extrañeza; también yo me sentía estallar por dentro, sentía que la vida estallaba dentro de mí; y al igual que el rugido del mar, o el chasquido de mis botas sobre el limo, o los brotes de las plantas, mi cuerpo emitía pequeños ruiditos de júbilo, aquí, y aquí, y aquí, en el vientre. Se lo digo de verdad: no era una mañana corriente. Entonces oí el portazo, y me asomé a la ventana de la cocina: platos aún sin fregar, la taza con los posos del café del desayuno, y una pequeña fuente de cristal con algo de roast-beef y mantequilla derretida, del día anterior. Le vi venir desde su cuarto de trabajo, al fondo de la cabaña, con las manos en los bolsillos de su pantalón marrón de pana gruesa, que tenía algunas hileras saltadas en las rodillas. Caminaba directamente hacia mí; y me sentí turbada porque al fin volvía a notar esa prisa suya, esa impostura de las ideas que bullen nerviosas en un molde definitivo: había acabado algo y quería contármelo todo. En cierto modo venía también a interesarse por mí, y creo que en realidad esto era lo que más me turbaba: volver a ser una persona ante el hombre genial. Así que puse los últimos forros de plástico en el granero y regresé junto a la ventana de la cocina. Él me miraba con la cabeza apoyada en el quicio de la puerta: estaba agotado, físicamente agotado, con la cetrina piel de las mejillas hundida, pero con los ojos bien despiertos, inquietos, buscándome con humildad, queriendo disculparse por todo aquello que había ocurrido en los últimos tiempos, que en ningún caso ocurrió por deseo mío, pero que yo había aceptado por amor a él; y también por curiosidad y por un poco de vanidad.

Le cuento todo esto, y no sé del todo por qué lo hago, y si es adecuado; pero produce una sensación muy agradable el estarse aquí sentada, charlando con usted de algo que pasó hace ya tantos años… Así que no puede ser demasiado malo que lo haga.

Él miraba los rosales, con una inclinación de cabeza distraída y benévola; sonreía mientras los examinaba, aunque en realidad toda esa alegría suya no guardaba ninguna relación con las yemas de las plantas, aquella mañana hubiese sido igual de hermosa para él si un rayo hubiese destrozado la cabaña la noche antes. Yo esperaba a su lado, y lo miraba acariciar el musgo que crecía entre las piedras del muro, y al cabo caminar un trecho en dirección a la playa de rocas. No nos dijimos una sola palabra. Preferimos mantener el silencio. Otra vez las olas del mar, rompiendo con insistencia contra las rocas. Realmente en Farö contemplar el paisaje es un acontecimiento espectacular, y muy íntimo. Entonces me tomó de la mano y me llevó de vuelta al interior de la casa; caminamos lentamente por el huerto, él avanzando unos pasos por delante de mí, pero sin soltarme, con la mirada fija en el suelo, sin prestar atención al barro que se adhería a la suela de sus mocasines. Entramos en la cabaña. Me pidió que le preparase un poco de café; así que mientras se sentaba en el sofá yo fregué apresuradamente un par de tazas y puse a hervir el agua para el café. Era café soluble el que tomábamos en Farö. Ya se habían dado varias situaciones como aquella a lo largo de los años que llevábamos juntos, con lo cual yo me encontraba bastante relajada, y con mi humor mejorando por momentos. Sólo podía pensar, mientras añadía leche templada y azúcar al café, que al fin había roto su mutismo, el hermetismo de las últimas semanas. Piense que había pasado mucho tiempo encerrado en su cuarto de trabajo, y que durante todo ese tiempo yo dormía en la habitación, sola, sintiendo cada noche a través del tabique su ansiedad, su frustración al ver que no lograba afinar, terminar de dar forma a lo que se traía entre manos. Creo que ninguno de los dos logró descansar de verdad durante aquellos días. Finalmente me vencía el sueño ya de madrugada, y como mucho conseguía dormir un par de horas, hasta que me despertaba con la insistencia leve de unos tímidos rayos de sol, que a través de la ventana se dejaban caer sobre mi cara. Luego iba a su cuarto de trabajo, y siempre, sin excepción, lo encontraba dormido sobre sus papeles; a menudo con los dedos manchados de tinta negra. Entonces deslizaba mis dedos sobre sus hombros, deteniéndome en su nuca para acariciarla, y lo despertaba. Lo ayudaba a levantarse y lo acompañaba a la habitación; solía desvestirse trabajosamente, con sus dedos largos y temblones incapaces de cerrarse sobre los botones de la camisa. No era por la falta de sueño, sino que sus fuerzas le habían abandonado por completo. Recuerdo que una ocasión me miró desde la cama:

-Liv, necesito un poco más de café.

Al mediodía, cuando se levantó, me dijo que nunca más volvería a dormir allí, que no quería recibir aquellas visitas, verlos de nuevo. Así que la mañana en que por fin salió del estudio yo sólo pensaba en que podríamos compartir nuevamente los paseos al atardecer, hacer planes para el verano, visitar a nuestros amigos, compartir lecturas. Yo ardía en deseos de mostrarle cuanto había escrito en mis diarios, pero sabía que debía aguardar mi turno mientras él me explicaba su guión. Allí estaba yo, de nuevo. Dijo que había estado pensando seriamente en mí -como si no estuviese muy convencido de mis relaciones con la cámara-, y yo creo que le perdoné instantáneamente, por ese hecho de haber estado pensando en mí -y no de cualquier modo-. Luego hablamos de quién podría ser el protagonista, y como aún no me había mostrado el guión dije que podría ser Erland. Él pareció estar de acuerdo; pero cuando me lo dio a leer decidimos que sería Max, aunque igualmente contaríamos con Erland para otro papel importante.

El guión se titulaba La hora del lobo, y comencé a sentirme violenta desde las primeras líneas. No es fácil ser la esposa de un cineasta, ser la parte de la pareja que debe resistir siempre las tormentas por el mero hecho de que nadie más lo va a hacer. Aquella historia que contaba era una provocación, pues ambos estábamos completamente expuestos, éramos aquellos personajes, y pensé que ya habíamos dado bastante que hablar después de los acontecimientos del último verano, que precisamente estábamos allí a causa de esos acontecimientos -renunciando a nuestra hija- y que no había ninguna necesidad de exhibirnos de aquel modo. Y sin embargo al mismo tiempo sentía que la película tenía que hacerse, porque era el único modo de acabar con sus demonios, y no me refiero a esa entrevista, que la veo venir. Qué contradicción, qué difícil ser una misma, qué difícil ser la esposa de un cineasta, qué quiere que le diga [...]