viernes, 12 de febrero de 2010

LAS PULSERAS SUENAN CUANDO SON DOS

EPISODIO 007
SEMILLAS DE RENCOR

Diario
Junio de 2004, finales...
Demasiadas noches despertándome al alba envuelto en sudor. Primero me duele el pecho -la piscina, probablemente-, y luego pienso que debe ser Leo. Entiendo que, en realidad, es Rickie quien me atormenta. No lo veo desde hace tres meses. Un par de veces he recibido llamadas perdidas desde un teléfono con identidad oculta. Sospecho que podría tratarse de él, o de Nini, quien por cierto se ha dedicado a difundir la noticia de nuestra ruptura, pero argumentando que es Rickie quien me ha dejado a mí. No merece la pena añadir más sobre esto. Qué poco me importan sus artimañas adolescentes...
Lo único que quiero es vivir en paz, si es que me dejan.
Llevo meses evitando a Raúl y a los demás; no sé bien por qué, al menos no del todo: ahora no me apetece que me calienten la cabeza hablándome de Rickie y sus nuevas ocupaciones, pero la verdad es que dejé de verlos mucho antes de que rompiéramos. Estoy avergonzado, no sé. Todavía no entiendo cómo he permitido que Rickie agarrase mi vida entera y la introdujese en un paréntesis, cuya llave se ha perdido. Después del amor viene el amor, y bien sé que duele.
Necesito tiempo para redirigirlo todo.
El calvario comenzó hace más de un año: a finales de abril supe que habían rechazado mi solicitud para cursar el máster en arqueología; y al cabo mataron a Leo. Rickie llegó unos seis meses más tarde. La tontería de nuestro enamoramiento ha logrado eclipsar la ansiedad que tenía por definirme profesionalmente, por marchar de aquí, siguiendo los pasos de Leo y de la gente que me importaba. También se ha desvanecido la nostalgia de Leo y de nuestros planes. Nunca volverá, y puesto que no hay marcha atrás posible, es algo que ha dejado de preocuparme. La situación no sería la misma si Leo siguiese con vida y nos hubiésemos peleado. Seguramente yo habría adoptado el rol de macho castigador y le habría humillado todas las veces que hubiera podido. Aunque luego me introdujese entre las sábanas de mi cama temblando de dolor.

*****

-
¿De qué habeis hablado Ati y tú tanto tiempo?
Raúl y Jacqueline estaban terminando de limpiar el local. Hacía rato que habían cerrado.
-De Álvar, como de costumbre.
-¿Le dijiste que se pasara por aquí?
-¿A quién?
-A Ati.
-No.
-Desde luego, voy a levantar el negocio con tu ayuda.
-¿Y qué quieres? -Jacqueline lo fulminó con la mirada- Mejor no sigamos por ahí.
-¿Cómo está Álvar? ¿Se ven a menudo?
-No. Ati, que lo conoce bien, opina que necesita tiempo. Y no se refería a Rickie. Por eso te dije antes que no lo llamaras.
-¿Y a quién se refería?
-A Leo, obviamente.
-¡Otra vez con Leo!
-No sé yo qué esperas, tú. Enrique está en la cárcel, pero sigue jodiéndonos a todos con tanta contradicción. Y el otro sigue suelto, te lo recuerdo.
-Yo creo que lo hizo Enrique sin ayuda de nadie más.
-Está comprobado que hay otro implicado. Pero Enrique le tiene miedo y no dirá nada.
-¿Tú crees? -Raúl la agarró con fuerza por el brazo.
-¡Ay! Yo qué sé... sólo son suposiciones. Lo único que sé es que Leo está ansioso porque todo acabe de una vez.
-Es lo que queremos todos -farfulló Raúl poniéndose las sandalias- La vuelta a la normalidad. Y con Álvar entre nosotros.
-Pues no lo presiones -dijo Jacqueline cogiendo del perchero un bolso minúsculo- Ya vendrá él. Ya vendrá.
Apagaron las luces y salieron a la calle desierta.
-Vente a casa conmigo, niña.
Jacqueline puso los ojos en blanco y zarandeó su bolso ante la cara de Raúl.
-No me las he traído. Como no me has avisado antes...
-Espera. Eso te lo soluciono yo -Raúl entró en Gladys y realizó una llamada desde el teléfono fijo. Luego salió y cerró la puerta con la llave.
-Servicio a domicilio -sonrió triunfal- Vente tranquila.

*****



LAS PULSERAS SUENAN CUANDO SON DOS

EPISODIO 006
SEMILLAS DE RENCOR

Álvar estaba echado en su cama, escuchando música con unos auriculares que había comprado aquella misma tarde en Media-Markt. Depeche Mode, Air, cedés comprados también recientemente. Anotaba algunos de sus pensamientos en trozos de papel -hojas de cuaderno, tickets de compra, kleenex, folios amarillentos-, que luego apilaba apresuradamente y guardaba en una carpeta, como simulando que se trataba de aburridos apuntes de la facultad. Sospechaba que su hermana tenía la costumbre de husmear sus estanterías a la caza de todo lo que pudiera parecerse a un diario personal, pero sin llegar a hacer un rastreo a fondo, pasando por alto el material académico, aquellas carpetas de cartón azul con gomillas que ocupaban toda la balda inferior de la estantería. Sus anotaciones íntimas se conservaban en muchas de esas mismas carpetas; en ocasiones, camufladas con los propios apuntes. Pensaba que de ese modo estaba a salvo.
Álvar tenía hambre. A los pies de la cama tenía un paquete de patatas fritas del que aún quedaba la mitad, más o menos; pero le apetecía algo más suculento, tan suculento como una de las jugosas hamburguesas de ternera que preparaban en un veinticuatro horas propiedad de unos chinos, no muy lejos de allí. Mostaza casera, dos buenas rodajas de tomate, y cheddar fundido. Miró la hora en su reloj de pulsera -el mismo Casio que llevaba desde los diez años-, se puso en pie y se acarició el abdomen por debajo de la camiseta, buscando con la mirada unos pantalones que ponerse en los montones de ropa que había a su alrededor. Se decidió por unos viejos chinos de algodón, y mientras se los ponía, oyó la voz de Ati llamándolo desde la calle. Alzó un poco la persiana y sacó la cabeza.
-Ya bajo -dijo con una sonrisa.
-¿Te he despertado?
Álvar dijo que no, y le hizo un gesto con la mano.
Regresó al interior de la habitación, a la luz ténue del flexo, a los montones de ropa, a los ritmos de Air, que llegaban como en sordina a través de los auriculares. Dubitativo, revolvió con la mano la cima de uno de los montones: un jersey de lana, una camisa arrugada, la parte de arriba del pijama de su hermana... Al final, decidió que saldría a la calle con la camisa de tirantes que vestía en ese momento, la misma que había usado como pijama durante las últimas noches.
-Quería que hablásemos un rato -le dijo Ati tras saludarle con los dos besos de rigor.
Echaron a caminar, cabizbajos, a través del descampado. Les llegó el olor de una fogata, y los ladridos de los perros.
-¿Has cenado?
-Sí.
-Bueno, vamos al chino de todos modos. Estaremos bien.
-¿Cómo va todo, Álvar? No te hemos visto últimamente.
-Va, simplemente. ¿Te ha mandado Raúl de inspección?
-No.
¡Ah! Su fiel Ati, que con el correr de los años no perdía la costumbre de molestarlo en mitad de la noche.
-Tampoco hemos sabido nada de Rickie... Aunque para ser sinceros, a mí él me la suda -añadió Ati rápidamente.
-¿Quieres decir que no es él quien te preocupa?
-Rickie y yo no hemos sido amigos. De nunca.
De repente Álvar se encontró mucho más animado. Se echó a reír mientras asentía con la cabeza. Luego dejó de hacerlo: Ati era muy susceptible, y él no deseaba hacerla sentir incómoda.
-Pensándolo mejor, no tenemos porqué quedarnos en el chino si no tienes hambre. Pillo mi hamburguesa y te llevo a un sitio mejor. Solía ir allí con Leo.

*****

La noche en Gladys seguía su curso habitual. Raúl no estaba de mal humor: habían abierto hacía un par de meses, y el negocio parecía salir a flote. Aún no habían conseguido un aforo completo, como en los buenos tiempos del Triple XXX; pero tampoco es que andase saludando a los parroquianos cada noche. Había movimiento de gente nueva, que él intentaba estimular inventando fiestas temáticas, y contando con la animación semanal de Jacqueline, quien representaba un show de karaoke muy atractivo para los turistas extranjeros. En ocasiones, utilizaba una cacatúa mecánica para un número de danza, que la gente acompañaba batiendo palmas entre risas.
-Sí -decía Raúl en confianza a Tollita- cada día llega gente nueva, y aún no le hemos dado suficiente publicidad. Tendrás que repartir flyers muy pronto.
-Vale -dijo Tollita sin levantar la vista del móvil.
-Como empieces a cobrar el precio de la entrada voy a tener que subirte mis honorarios -gritó Jacqueline desde el otro lado de la barra- No pensarás que voy a seguir todo el tiempo con esta mierda de favores que te hago.

Todos tus amigos se han ido de tu lado
estás solo en la ciudad

-¿Qué música es ésa que has puesto? -rugió Raúl dando un salto.
-Linda mirada. ¿Te gusta?

Bailas despacio sin compañía
estás tú solo en medio de la pista
todas las caras parecen la misma
sigues bebiendo hasta perder la vista

-Ya la estás quitando. Espantas a los hombres.
-Está todo bajo control -dijo Jacqueline al tiempo que señalaba con la cabeza a una pareja de chicos que bailaba al fondo del local. Uno de ellos vestía un pantaloncito imposible que escasamente le cubría el culo peludo. Una sudadera con capucha de vinilo. Zapatillas blancas de tenis con calcetines a juego. Se movía con total deshinibición, y Jacqueline, que lo había estado observando con cierto disimulado desde su posición en la barra, constató que su compañero, tal vez algo mayor, parecía muy enamorado de él.
-Que la quites -insistió Raúl.
Pero Jacqueline, que acostumbraba a utilizar su cabeza de vez en cuando para pensar, no lo escuchaba. La visión de aquellos dos chicos la había transportado muy lejos, a una vida de seguridad y confort, lejos de las brumas que envolvían la ciudad en la que había crecido, lejos del veneno de Raúl y de todos aquellos envidiosos.
-No te pongas farruca conmigo -decía Raúl-, estás aquí para lo que estás. ¿O crees que alguien va a contratarte en cualquier otro sitio?

jueves, 11 de febrero de 2010

LAS PULSERAS SUENAN CUANDO SON DOS

EPISODIO 005
SEMILLAS DE RENCOR

La llamaban Luisa, y era prácticamente una esclava



Raúl se estaba echando el último cigarrillo de la tarde. Había caminado a lo largo del paseo marítimo hasta llegar a la altura de Gladys. Se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada, y a través de los cristales, oteó el interior del local. Los taburetes sobre la barra. El cubo de la fregona junto a la puerta del servicio. Suspiró y sacó el paquete de cigarrillos de su bandolera. Se volvió de cara hacia la playa y se acodó en la baranda del paseo. Su teléfono no había sonado en toda la tarde. Cierto era que no esperaba ninguna llamada. A Jacqueline, sólo, pero eso era otra cosa, y no merecía demasiada atención. De hecho, no había pensado en ella durante la larga caminata, como tampoco había pensado en la luz desasosegante del atardecer, ni en los chicos aquellos que jugaban al voley-ball en slip. Los había visto, sí, sus siluetas recortándose nítidamente contra los últimos rayos de sol, esbeltas, ágiles. Supo, sin darse cuenta de que lo sabía, que tenían una piel bronceada y lisa, aterciopelada. Que estaban algo delgados para su gusto. Y que eran veloces, infatigables. Pero esto, como todo lo demás, se esfumaba de su mente tan pronto las figuras desaparecían de su campo de visión. Su cabeza era incapaz de retener las imágenes, ni las palabras. Si se le hubiera preguntado qué le habían parecido aquellos chicos en slip, habría respondido, encogiéndose de hombros, que estaban bien. Que no tenían más de un polvo. Pero no podía recrear en su imaginación los placeres de aquel polvo, el contacto de su cuerpo desnudo con aquellos otros. Por no hablar de todo lo que ignoraría de los muchachos: qué les hacía reír, o que pensaban de la ciudad, o porqué estaban tristes, y si eran de los desencantados. Simplemente, nada de esto existía para él.
Se terminó el cigarrillo y tiró la colilla a la arena, sembrada, a aquellas alturas de la tarde, de cristales rotos y cáscaras de pipas. Entró en Gladys y cerró la puerta con llave. Aún había claridad suficiente, así que no dio la luz. Lo primero que hizo fue quitarse las sandalias y ponerse unas cómodas zapatillas de deporte plateadas. Luego pasó la mopa por el suelo, colocó los taburetes alienados ante la barra y pasó el trapo por las mesas bajas y por los ceniceros. Puso algo de música en el radiocedé, y se preparó un cubata.
Hacía más de seis meses que no veía a Álvar.
La primera en llegar fue Tollita. Traía el pelo aún húmedo de la ducha, y aunque se había maquillado a conciencia, Raúl vio que estaba cansada.
-Volví a casa de buena mañana.
Se sentó junto a una de las ventantas que miraban al paseo marítimo, y se puso a juguetear con su teléfono móvil. Raúl le preparó un cubata y se situó a su lado.
-Mírame el biorritmo de hoy.
-Bueno -respondió Tollita.
Bebieron al mismo tiempo.
Luego Raúl encendió las luces y subió el volumen de la música. Intuía que los primeros clientes de la noche estaban al llegar, y serían los de siempre. El verano había traído a la ciudad oleadas de turistas procedentes de Alemania, Inglaterra y Dinamarca -aquel año, las agencias de turismo habían ofertado estancias de ensueño en la ciudad-, parejas de hombres maduros deseosos de tostarse en la playa y encontrar agradable compañía juvenil, complaciente, y como ellos, tranquila y con ganas de pasarlo bien.
-Tírame esto al cubo de la basura -dijo Raúl tendiendo a Tollita una pequeña bolsa de plástico- En el de la esquina.
-Vale -dijo dirigiéndose a la puerta- ¿No esperas a nadie hoy?
Raúl se golpeó la frente con la palma de la mano.
-¡Jacqueline!
Marcó su número en el móvil y dejó sonar un tono. Luego colgó. Al cabo de dos minutos, la llamó desde el teléfono fijo -si su jefe preguntaba, siempre podría decirle que se trataba de una llamada estrictamente profesional-.
-¿Qué quieres? -graznó una voz oxidada.
-¿Dónde estás?
-Pesado.
-¿Dónde estás? -insistió Raúl alzando la voz- Habíamos quedado a las ocho y media.
-Tienes trabajo.
-Y tú también. ¿Dónde estás?
-Llego en veinte minutos. Me he encontrado con Ati, y ya sabes cómo está últimamente.
-¿Álvar? ¡Joder! Voy a llamarlo ahora mismo.
-No hagas tonterías. Espera hasta que llegue yo, y esta vez, para variar, no adelantes conclusiones.
Colgaron.
Tollita había vuelto a ocupar su sitio y seguía concentrada en la pantalla de su teléfono móvil. Su vaso estaba vacío. Raúl preparó otros dos cubatas y se sentó con ella, machacando un trozo de hielo con los dientes. Tollita alzó su mirada inexpresiva, pero no se dijeron nada. Se oyó un ruido de risas en el recibidor. Habían llegado clientes.