viernes, 25 de diciembre de 2009

LAS PULSERAS SUENAN CUANDO SON DOS

EPISODIO 003
EL AROMA DE SU CUERPO ABRE UN MILLÓN DE OJOS EN LA NOCHE

Ahora recuerdo que sonaba una canción de Raffaella Carrá, y que Rickie y yo comenzamos a bailarla eufóricamente en la pista de baile, aunque como puede intuirse por la camiseta que vestía yo, no era Raffaella una de mis audiciones recurrentes.

-Nini me ha contado tus planes para esta noche -me sopló Rickie al oído. Para entonces, yo ya me había olvidado del chico de la camisa hawaiana, y de todos los seres que, de un modo u otro, nos acompañaban aquella noche- Soy un aventurero, pero no estoy dispuesto a eso de andar conociendo nuevos. Nini dice...

-¿Nini dice? -le interrumpí- ¿y qué somos tú y yo? ¿Estás dispuesto a quemar tan pronto la época en que todo son virtudes? No tengas prisa, ya llegará el desencanto, ese momento en que nos daremos cuenta de que ya nos lo sabemos todo, y dejaremos de ser nuevos.

Rickie me miró con una mueca de perplejidad -y eso que en esta ocasión fui breve-, y cuando vio que seguía bailando con naturalidad frunció el ceño con desagrado, pero no respondió nada. Simplemente siguió bailando conmigo.

-¿Y qué clase de nombre es Nini? Porque Rickie ya me imagino de dónde sale...

-¿Y Álvar? ¿Qué puedo esperar de alguien que se hace llamar de esa manera? Sobre todo si es amigo de un tío como Raúl...

-Yo he preguntado primero -titubeé. A veces me incomodaba que me asociaran con Raúl, con su superficialidad y su estilo de vida disipado e irresponsable. Creo que aunque hacía meses que los habituales no me veían con él, nuestra relación había acabado grabándose en el imaginario colectivo.

-Es un hecho que Raúl es amigo tuyo -dijo Rickie atrayendo mi mirada hacia la suya con un gesto de su mano que Leo y yo habíamos visto en una serie de televisión, y que habíamos estado imitando a escondidas sólo con la intención de divertirnos y pasar el rato- Pero salta a la vista que no te pega nada, incluso pensamos que a ti en el fondo no te gusta.

Tormenta nos miraba desde la barra. La sorprendí enviándole un mensaje cifrado a Rickie, moviendo lentamente los labios pero sin llegar a articular sonido alguno. Luego siguió bebiendo y escrutando la última fila del triple XXX, que se animaba por momentos.

-Todavía ando decidiendo si me hace más gracia llamarla Nini o Tormenta. Creo que esto último.

-Tú eres demasiado sincero para Raúl. Él sólo sabe desdeñar a la gente, incluso a sus habituales, a los que debe su trabajo aquí. Míralo, aquí viene.

Raúl se interpuso entre Rickie y yo, y sonriéndome me tendió otro vodka con tónica. Luego desapareció entre el gentío.

-Está en muy buena compañía -soltó de pronto Rickie.

Entonces vi que Tormenta se había situado sigilosamente a mi lado, y no pude evitar un cierto estremecimiento de placer. Ella me miró y asintió en silencio. Así vestidos los dos daban un poco de grima. Estaba claro que les gustaba disfrazarse, y probablemente se reunían por las tardes en casa de alguno de ellos, para ensayar y poder coordinar mejor sus poses. Como solíamos hacer Leo y yo. Rickie y Nini me parecieron, bajo la luz opalina y difuminada del triple XXX, una versión más burda y grosera de nosotros mismos. Aunque he de reconocer que posteriormente he cambiado de opinión con frecuencia, oscilando entre cierto modo de admiración velada -pues ellos tenían un mayor don de gentes que nosotros, y una envidiable capacidad de adaptación- y la piedad que me inspiraba su patetismo. Pero estoy adelantando juicios. Lo que importa ahora es que llegó el momento de tirarse a la piscina, y yo decidí hacerlo porque me apetecía bastante -era absurdo detenerse a sopesar los pros y los contras, no quería volverme a casa pensando en Leo, y sí deseando, en cambio, vivir algo nuevo para poder contarlo a todos, a Raúl y a Jacqueline, a Ati y a Tollita, y de este modo arrojar tierra sobre una historia que me estaba desquiciando y haciendo envejecer de manera meteórica. Nunca quise envejecer en Cádiz-. No había llegado todavía esa hora temida en que la fiesta comienza a decaer, y sorprendidos por los primeros indicios del amanecer, los últimos deben apresurarse en encontrar un compañero de reparto. Entonces era joven y podía permitirme diversas expresiones de mi propia soberbia -la que aún me caracteriza, según cuentan- así que pensaba marcharme de allí con la cabeza bien alta, en el momento álgido, sin rendir ningún tipo de tributo o reconocimiento a los despojos del banquete -y ya sabía quiénes serían, de igual forma que éstos me habían ubicado a mi ya en los tiempos de Leo-. Aquella noche me despediría de Raúl y Tormenta, llevándome a casa al maravilloso Rickie (pues ya había decidido que era maravilloso). Raúl se puso de morros cuando le comuniqué mi intención, y le garanticé que lo llamaría al día siguiente, para tenerlo al corriente de todo. Distinguí, ya a punto de salir a la calle, el perfil afilado de Tormenta, con su sonrisa de satisfacción, y los ojos muy abiertos -nuevamente soy incapaz de distinguir si esto no sería más que un efecto de su maquillaje-. Supuse que Rickie y ella estarían hablando en clave. Otra de sus poses frente al espejo.

LAS PULSERAS SUENAN CUANDO SON DOS

EPISODIO OO2
EL AROMA DE SU CUERPO ABRE UN MILLÓN DE OJOS EN LA NOCHE

La declaración de Enrique nos dejó tiesos y desorientados en los primeros momentos. Era cierto que algunos de nosotros lo conocíamos bien, pese a todos sus esfuerzos por asimilarse con naturalidad al telón negro que servía de fondo a sus actuaciones, conferencias, encuentros espontáneos o soirées organizadas por Leo en el jardín de su casa, pese a la propia venda que nos habíamos anudado sobre los ojos -como Beatriz, tan fascinada por el ilusionismo verbal de Enrique como asqueada de su necesidad casi fisiológica por ser el centro de atención en cualquier reunión, por íntima que fuese, aún a costa del propio Leo-, o tal vez como yo mismo, cegado por mis prejuicios y también por esos celos maquillados de cuitas de amigo íntimo que vela por la seguridad de aquel otro sólo un poco más joven. Luego llegó el horror de un juicio prolongándose en el tiempo, recreándose en detalles sórdidos e íntimos, las incongruencias de los testimonios, los juramentos atravesados, la promesa de los otros que esperaban su turno en la recámara, que venían detrás de él... Me dejaron hecho polvo, todos lo estábamos, pero sobre todo yo: no había posibilidad de diversión en compañía de otro que no fuera Leo. Me constaba por Raúl, y por algunas insinuaciones veladas de la nueva Jacqueline, que circulaban rumores sobre Leo y sobre mí, sobre nosotros y sobre los celos de Enrique, algo que no me dejaba del todo indiferente. Puedo expresarlo de un modo más directo: nunca tuve la necesidad -o la habilidad quizás- de mesurar el impacto que su muerte tendría en el curso de mi vida.
Entré. El triple XXX no estaba tan concurrido como para que no pudiese apreciarse la decoración de todos los años: unas colgajos de colores pendiendo de las vigas del techo, unos murciélagos de papier maché y brujas volando sobre escobas chupa-chups. Quedaban algunos globos danzando en algún rincón al son de los manotazos de la parroquia -demasiados cuerpos reconocidos tras máscaras y caretas y húmedos regueros de laca y purpurina- y de algún otro simulando despiste en un enarcar de cejas distante y extasiado. Ni rastro de mi chico hawaiano. Raúl, tras la barra, oficiaba el ritual de todas la noches de la semana -sin excepción, el triple XXX no se daba tregua-, algo más limitado esta vez por el espacio que ocupaban dos enormes calabazas de cera sobre la barra. Nos saludamos con un gesto de la cabeza, pero ningún de los dos intentó un acercamiento hacia el otro. Me sentía totalmente fuera de lugar, con mi camiseta de Abbey Road y mis manos en los bolsillos -restregando contra el denim de los vaqueros los padrastros y pellejos que resultaban de las mordeduras a las que sometía mis dedos-. Creo que era el único de la sección joven que no iba disfrazado, y eso me incomodaba, y creo que no sólo a mí. Divisé a mi chico apoyado contra el escenario, charlando con una momia y una cheerleader que en lugar de pompones llevaba unas esposas y un látigo. Lo miré y eché en falta el juguetear con un vaso de algo, taladrarlo y sorber seguidamente de un vaso de Bombay azul, por ejemplo. Me lo había cruzado mucho antes de llegar al centro, y su musculatura silvestre, que se insinuaba gracias a lo liviano de la camisita aquella y a lo estrecho de sus vaqueros, así como una bofetada de genuino aroma sobaquero de tío- me animaron a seguirle. No pareció darse cuenta de mi tarea, y si en realidad se percató, desde luego pareció animarme a continuar con el movimiento rítmico de su culo respingón y prieto, esa oscura hendidura humedecida por la caminata, que yo imaginaba en contacto directo con el vaquero de sus levis gastados. No me sorprendí cuando supe que nos dirigíamos al mismo sitio.
Me situé de espaldas a la puerta del baño, que quedaba en un recodo de la barra. Así podría prestar atención al de las flores, absorto en su conversación, pero también a Raúl, en caso de que me requiriese para algo. Pronto sentí que alguien me besaba en la mejilla. Era Raúl.

-Gracias -me dijo tendiéndome un vaso de algo.

Nunca he sabido si de verdad mi compañía le era tan necesaria como él decía. Jacqueline, jugando a desorientarnos a todos, siempre afirmaba lo contrario.

-Ahora tengo que volver a la barra; hay muchos nuevos, así que anima esa cara. Tormenta también está sola, te dejo con ella y así os hacéis compañía.

Volvió a su puesto tras la barra y me dejó ante una criaturita de metro y medio de estatura, que me miraba con curiosidad (o tal vez fuese su excesiva pintura de ojos la que producía esa impresión de expectación), y me sonreía bobaliconamente.

-Me ha dicho Raúl que eres nuevo.

Sorbí un poco de vodka con tónica. Tenía que reunir fuerzas.

-Hay otras muchas fiestas como ésta, muy cerca de aquí -después de todo yo también había salido con ganas de divertirme- y me esperan en otra, muy pronto, donde no soy nuevo. Todos me conocen allí. ¿Has oído hablar del Bahía Bodega?

Tormenta movió la cabeza en señal de negación. Yo di otro sorbo a mi bebida. Qué bien se había portado Raúl. El vodka era del bueno, y abundante.

-Esta noche toca ir de fiesta en fiesta, hasta que sea de día. La idea es regresar a mi casa siguiendo esta ruta -culminé señalando con un dedo uno de mis bolsillos. "¿Qué hay ahí?" esperaba que dijese Tormenta. Pero en su lugar, se oyó:

-¿Has venido solo? No, quiero decir, ¿vas a hacerlo solo?

-Se trata de conocer nuevos, ¿verdad? -dije con la mirada puesta en el chico de la camisa hawaiana.

-Espérame -Tormenta desapareció en el bosque de cuerpos danzantes. En los instantes de su ausencia, sentí que yo también podía moverme como aquella gente, tan joven y tan absurdo...

-Éste es Rickie -Tormenta trajo de la mano a un chico alto y regordete, vestido de vampiro, que se inclinó para darme un par de besos.

-Me llamo Álvar -grité todo lo que pude, para que Rickie escuchase mi nombre y mi voz por encima de la música.

Rickie me sonrió, y ahora visualizo una entrada en mi diario, anotada aquella misma noche, tras la despedida en la habitación de mi hermana: "Lo de esta noche ha sido mucho más que el buen rato con un ligue pasajero. Mientras nos mirábamos fijamente en la pista de baile del triple XXX, supe que esto ha sido un encuentro, un verdadero encuentro. Vendrán y se marcharán otras personas, arrásandonos como huracanes, pero al final de todo, estaremos siempre abocados el uno al otro, a comprendernos y soportarnos, aunque seamos incapaces de reunir tal paciencia para con nosotros mismos. Porque él y yo estamos hechos de la misma entraña corrupta y milenaria de esta ciudad. Y no va a ser fácil".

Rickie me acarició la barbilla:

-Alguien dijo algo de una fiesta en el Bahía Bodega.


CONTINUARÁ...



















jueves, 24 de diciembre de 2009

LAS PULSERAS SUENAN CUANDO SON DOS

EPISODIO OO1
EL AROMA DE SU CUERPO ABRE UN MILLÓN DE OJOS EN LA NOCHE

Procedo de una familia completamente normal, y en aquel entonces andaba empeñado en hacer de esto una auténtica tragedia

El chico de la camisa hawaiana se detuvo al llegar a la altura del Triple XXX y llamó a la puerta, sin mirar antes a ambos lados, como suelen hacer los maleantes en las novelas de Dashiell Hammet, justo como a mí me hubiera gustado que ocurriera aquella noche. Llevaba el pantalón pegado al culo, y la camisa de flores bien ceñida a la cintura, algo sudada en las axilas, pero no me importó lo más mínimo. Del Triple XXX salió alguien vestido de momia y le besó en los labios. Un beso corto, pero radicalmente sonoro.

-Tío, sabía que eras tú -le dijo- Ayer vi a Rafa y me comentó lo de esta noche, que vendrías tú de momia, y que no podía faltar. Lo demás -añadió insinuando con una mano las formas de su cuerpo en el aire- ya me lo sé de memoria. ¿Entramos? Vengo pelao de frío.

Pensé que debía estar pasando demasiado frío, si realmente no llevaba nada bajo los vaqueros, como yo imaginaba que sería. Así que la colorida camisa de flores desapareció tras la puerta del Triple XXX, que se cerró con el chasquido amortiguado de la goma que recubría la jamba, y yo decidí quedarme un rato allí, terminando mi cigarrillo. Hacía un frío desacostumbrado en Cádiz en esas fechas, pero me importó más bien poco: llevaba más de seis meses sin pisar la calle un viernes por la noche -los sábados, por lo general, me quedaba en casa leyendo cualquier cosa que hubiese pillado en la biblioteca de las Tortugas; y si salía al cine, regresaba derechito al boquete de mantas y piñas de ropa que siempre ha sido mi cuarto- así que la brisa helada que sentía cortando mis labios y la piel de mis ventanas nasales me hacía más bien que otra cosa. Al menos me tenía con los pies en un sitio, un aquí y un ahora. Los ofrecimientos de Raúl habían sido constantes a lo largo de los seis meses aquellos: se dejaba ver con la nueva Jacqueline por los saraos que alguno de sus jefes improvisaba en su apartamento, o en el apartamento del amigo de un amigo que ahora estaba en Madrid probando suerte. Pero ¡oh fortuna, oh desdicha! Yo me resistía a salir de mi madriguera.
La puerta se abrió y sentí, desde el exterior, la furia atronadora de un altavoz, y la carcajada de una ninfa que arrojó un vaso de cristal contra la fachada del edificio de enfrente. El vaso estalló en una fugaz lluvia de diminutas lascas de cristal, y la bella ninfa corrió nuevamente adentro. La puerta se cerró, pero antes se oyó otra carcajada. Un par de globos de colores revolotearon unos instantes por mi lado, desangeladamente. Con rotulador negro, alguien había escrito en uno de ellos HIJO DE PUTA. Me acabé el cigarrillo y me acerqué a la esquina por si veía llegar a lo lejos a algún conocido. Estaba haciendo tiempo, intentando tranquilizar un poco mis nervios. Habían pasado seis meses desde la desaparición de Leo, mi mejor amigo. Ése era el origen de que llevase tanto tiempo sin salir, y no me apetecía exponerme a las miradas y a los comentarios de los parroquianos del Triple XXX, amigos de Raúl que nos rondaban tanto a Leo como a mí, y que habían sucumbido a la tentación de inmiscuirse en nuestras vidas según soplase el viento. Habría preguntas. Y no tenía ganas de aguantarlas, por lo menos no tan pronto.
A Leo lo mató su novio. Poco después de la Semana Santa decidió que volvería a Madrid, donde trabajaba como corrector ortográfico en una editorial universitaria. Su novio se ofreció a acercarlo en coche a la estación de Santa Justa en Sevilla, donde Leo tomaría cualquier tren con destino a Madrid (y no necesariamente el AVE, como cuentan por aquí. A Leo le gustaban los viajes largos, pues era aficionado a la meditación y a la escritura, y el rumor del paisaje tras el cristal del vagón lo estimulaba mucho). Y entonces le perdimos el rastro. A los tres días, Beatriz, su madre, dio la señal de alarma: Leo no había llegado al piso de la plaza de Tirso de Molina que compartía con un chicano informático. Su cuerpo apareció aquel mismo día, como respondiendo a las llamadas de Beatriz y de todos sus amigos, flotando en la bahía, desnudo. Se había conservado extraordinariamente, pese a los picoteos de algún pez o serpiente marina, y la autopsia reveló que había muerto de una fractura craneal: lo habían molido a palos la misma tarde en que se supone que subió al AVE (perdón, a cualquier otro tren), rumbo a su permisiva vida de placidez y ensueños. A los pocos días su novio, Enrique, se declaró responsable de su muerte.

CONTINUARÁ...






miércoles, 28 de octubre de 2009

TUTTO HIGHSMITH

Un texto de la primavera de 2007, que he reencontrado al organizar algunas de las libretas que dejé aquí...

No voy a repetir en estas líneas lo que se ha venido escribiendo desde hace algunas décadas en relación a la escritora estadounidense Patricia Highsmith (Texas, 1921 - Locarno, 1995): su vinculación al género de suspense y policíaco (etiqueta que ella detestaba, pero que le reportó no pocos beneficios económicos y materiales), la aportación que realizó con novelas como Strangers on a Train (1950), o la saga Ripley. Su magisterio a la hora de detallar y cohesionar la psicología de sus personajes. Soy un gran lector de la obra de Patricia Highsmith desde los quince años, y esto que acabo de esbozar tan brevemente y que constituye a la vez la más notoria y evidente de sus características es lo que menos me interesa de su obra. Por otra parte considero que no estaría de más dedicar un poco de atención a otras novelas suyas, como Found in the Street (1986) o Small g (1995), aun reconociéndolas entre lo más fallido de su producción. He citado como ejemplo estas dos obras, aunque en realidad pienso también abordar aspectos y temas vistos en The Price of Salt (1952) y Edith´s Diary (1977). ¿Y por qué precisamente estas novelas y no otras? Bien, he leído en algún sitio que "el pesimismo de sus historias y la crueldad materialista de sus análisis fueron mal acogidos en EE.UU". Lo de la crueldad materialista es un modo feo de señalar la que es sin duda su más sobresalientre creación: Tom Ripley, un psicópata capaz de cualquier cosa en beneficio de su acelerada escalada social. Ripley ha conocido una larga lista de recreadores catódicos, entre los que se cuentan los actores Dennis Hopper, John Malcovich o Alain Delon, y los directores Wim Wenders, Anthony Minghella o Liliana Cavani. Pero identificar a Patricia Highsmith con Tom Ripley, o con el género policíaco es simplificar el asunto, por muy buenos resultados que obtuviese con ambas empresas. El rechzo del público norteamericano se debe a las variaciones incesantes que la Highsmith compuso del American Way of life; este rechazo es, y perdonen mi esnobismo, la prueba de su triunfo [...]

domingo, 27 de septiembre de 2009

FARÖ

Aquella mañana estaba yo en el patio, retirando unos forros de plástico transparente que cubrían los rosales que crecían al fondo del huerto, junto al muro de piedra. Éramos muy aficionados al cultivo de rosales, teníamos una gran variedad, traídos de muchos rincones del país, y con la llegada del frío y del mal tiempo los envolvíamos en esos plásticos, con la intención de que sufriesen lo menos posible durante el invierno. Todavía recuerdo los arañazos en mis manos, mediaba el mes de mayo y no llevaba guantes porque tengo hiperhidrosis y las manos me sudan en seguida, y tampoco es que me hubiesen servido de mucho los guantes… para los arañazos, ¿entiende lo que quiero decir? Es desagradable sentir la piel empapada bajo la goma de los guantes. Llevaba un buen rato trabajando en el huerto, limpiando los parterres, retirando lascas de piedra que habían sido arrastradas por la lluvia desde el muro, como cualquier otra mañana desde algunas pocas semanas atrás. Recuerdo que retiraba los plásticos y los amontonaba en el granero, y luego observaba las yemas de mis rosales, bastante crecidas para satisfacción nuestra, y me di cuenta entonces de que aquella mañana no era como cualquier otra. Mis botas de agua me llegaban hasta las rodillas, eran de color amarillo, un regalo que me hizo mi madre cuando supo que me iría a vivir allí. Mis botas se hundían en el fango del macadán, y al caminar de un lado a otro hacían un chasquido sordo, como un rumor líquido, como un diálogo con los bramidos de las olas que rompían en la playa, no lejos de allí. La primavera había estallado al fin, después de todos aquellos meses de silencio, y negrura, y extrañeza; también yo me sentía estallar por dentro, sentía que la vida estallaba dentro de mí; y al igual que el rugido del mar, o el chasquido de mis botas sobre el limo, o los brotes de las plantas, mi cuerpo emitía pequeños ruiditos de júbilo, aquí, y aquí, y aquí, en el vientre. Se lo digo de verdad: no era una mañana corriente. Entonces oí el portazo, y me asomé a la ventana de la cocina: platos aún sin fregar, la taza con los posos del café del desayuno, y una pequeña fuente de cristal con algo de roast-beef y mantequilla derretida, del día anterior. Le vi venir desde su cuarto de trabajo, al fondo de la cabaña, con las manos en los bolsillos de su pantalón marrón de pana gruesa, que tenía algunas hileras saltadas en las rodillas. Caminaba directamente hacia mí; y me sentí turbada porque al fin volvía a notar esa prisa suya, esa impostura de las ideas que bullen nerviosas en un molde definitivo: había acabado algo y quería contármelo todo. En cierto modo venía también a interesarse por mí, y creo que en realidad esto era lo que más me turbaba: volver a ser una persona ante el hombre genial. Así que puse los últimos forros de plástico en el granero y regresé junto a la ventana de la cocina. Él me miraba con la cabeza apoyada en el quicio de la puerta: estaba agotado, físicamente agotado, con la cetrina piel de las mejillas hundida, pero con los ojos bien despiertos, inquietos, buscándome con humildad, queriendo disculparse por todo aquello que había ocurrido en los últimos tiempos, que en ningún caso ocurrió por deseo mío, pero que yo había aceptado por amor a él; y también por curiosidad y por un poco de vanidad.

Le cuento todo esto, y no sé del todo por qué lo hago, y si es adecuado; pero produce una sensación muy agradable el estarse aquí sentada, charlando con usted de algo que pasó hace ya tantos años… Así que no puede ser demasiado malo que lo haga.

Él miraba los rosales, con una inclinación de cabeza distraída y benévola; sonreía mientras los examinaba, aunque en realidad toda esa alegría suya no guardaba ninguna relación con las yemas de las plantas, aquella mañana hubiese sido igual de hermosa para él si un rayo hubiese destrozado la cabaña la noche antes. Yo esperaba a su lado, y lo miraba acariciar el musgo que crecía entre las piedras del muro, y al cabo caminar un trecho en dirección a la playa de rocas. No nos dijimos una sola palabra. Preferimos mantener el silencio. Otra vez las olas del mar, rompiendo con insistencia contra las rocas. Realmente en Farö contemplar el paisaje es un acontecimiento espectacular, y muy íntimo. Entonces me tomó de la mano y me llevó de vuelta al interior de la casa; caminamos lentamente por el huerto, él avanzando unos pasos por delante de mí, pero sin soltarme, con la mirada fija en el suelo, sin prestar atención al barro que se adhería a la suela de sus mocasines. Entramos en la cabaña. Me pidió que le preparase un poco de café; así que mientras se sentaba en el sofá yo fregué apresuradamente un par de tazas y puse a hervir el agua para el café. Era café soluble el que tomábamos en Farö. Ya se habían dado varias situaciones como aquella a lo largo de los años que llevábamos juntos, con lo cual yo me encontraba bastante relajada, y con mi humor mejorando por momentos. Sólo podía pensar, mientras añadía leche templada y azúcar al café, que al fin había roto su mutismo, el hermetismo de las últimas semanas. Piense que había pasado mucho tiempo encerrado en su cuarto de trabajo, y que durante todo ese tiempo yo dormía en la habitación, sola, sintiendo cada noche a través del tabique su ansiedad, su frustración al ver que no lograba afinar, terminar de dar forma a lo que se traía entre manos. Creo que ninguno de los dos logró descansar de verdad durante aquellos días. Finalmente me vencía el sueño ya de madrugada, y como mucho conseguía dormir un par de horas, hasta que me despertaba con la insistencia leve de unos tímidos rayos de sol, que a través de la ventana se dejaban caer sobre mi cara. Luego iba a su cuarto de trabajo, y siempre, sin excepción, lo encontraba dormido sobre sus papeles; a menudo con los dedos manchados de tinta negra. Entonces deslizaba mis dedos sobre sus hombros, deteniéndome en su nuca para acariciarla, y lo despertaba. Lo ayudaba a levantarse y lo acompañaba a la habitación; solía desvestirse trabajosamente, con sus dedos largos y temblones incapaces de cerrarse sobre los botones de la camisa. No era por la falta de sueño, sino que sus fuerzas le habían abandonado por completo. Recuerdo que una ocasión me miró desde la cama:

-Liv, necesito un poco más de café.

Al mediodía, cuando se levantó, me dijo que nunca más volvería a dormir allí, que no quería recibir aquellas visitas, verlos de nuevo. Así que la mañana en que por fin salió del estudio yo sólo pensaba en que podríamos compartir nuevamente los paseos al atardecer, hacer planes para el verano, visitar a nuestros amigos, compartir lecturas. Yo ardía en deseos de mostrarle cuanto había escrito en mis diarios, pero sabía que debía aguardar mi turno mientras él me explicaba su guión. Allí estaba yo, de nuevo. Dijo que había estado pensando seriamente en mí -como si no estuviese muy convencido de mis relaciones con la cámara-, y yo creo que le perdoné instantáneamente, por ese hecho de haber estado pensando en mí -y no de cualquier modo-. Luego hablamos de quién podría ser el protagonista, y como aún no me había mostrado el guión dije que podría ser Erland. Él pareció estar de acuerdo; pero cuando me lo dio a leer decidimos que sería Max, aunque igualmente contaríamos con Erland para otro papel importante.

El guión se titulaba La hora del lobo, y comencé a sentirme violenta desde las primeras líneas. No es fácil ser la esposa de un cineasta, ser la parte de la pareja que debe resistir siempre las tormentas por el mero hecho de que nadie más lo va a hacer. Aquella historia que contaba era una provocación, pues ambos estábamos completamente expuestos, éramos aquellos personajes, y pensé que ya habíamos dado bastante que hablar después de los acontecimientos del último verano, que precisamente estábamos allí a causa de esos acontecimientos -renunciando a nuestra hija- y que no había ninguna necesidad de exhibirnos de aquel modo. Y sin embargo al mismo tiempo sentía que la película tenía que hacerse, porque era el único modo de acabar con sus demonios, y no me refiero a esa entrevista, que la veo venir. Qué contradicción, qué difícil ser una misma, qué difícil ser la esposa de un cineasta, qué quiere que le diga [...]