jueves, 11 de febrero de 2010

LAS PULSERAS SUENAN CUANDO SON DOS

EPISODIO 005
SEMILLAS DE RENCOR

La llamaban Luisa, y era prácticamente una esclava



Raúl se estaba echando el último cigarrillo de la tarde. Había caminado a lo largo del paseo marítimo hasta llegar a la altura de Gladys. Se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada, y a través de los cristales, oteó el interior del local. Los taburetes sobre la barra. El cubo de la fregona junto a la puerta del servicio. Suspiró y sacó el paquete de cigarrillos de su bandolera. Se volvió de cara hacia la playa y se acodó en la baranda del paseo. Su teléfono no había sonado en toda la tarde. Cierto era que no esperaba ninguna llamada. A Jacqueline, sólo, pero eso era otra cosa, y no merecía demasiada atención. De hecho, no había pensado en ella durante la larga caminata, como tampoco había pensado en la luz desasosegante del atardecer, ni en los chicos aquellos que jugaban al voley-ball en slip. Los había visto, sí, sus siluetas recortándose nítidamente contra los últimos rayos de sol, esbeltas, ágiles. Supo, sin darse cuenta de que lo sabía, que tenían una piel bronceada y lisa, aterciopelada. Que estaban algo delgados para su gusto. Y que eran veloces, infatigables. Pero esto, como todo lo demás, se esfumaba de su mente tan pronto las figuras desaparecían de su campo de visión. Su cabeza era incapaz de retener las imágenes, ni las palabras. Si se le hubiera preguntado qué le habían parecido aquellos chicos en slip, habría respondido, encogiéndose de hombros, que estaban bien. Que no tenían más de un polvo. Pero no podía recrear en su imaginación los placeres de aquel polvo, el contacto de su cuerpo desnudo con aquellos otros. Por no hablar de todo lo que ignoraría de los muchachos: qué les hacía reír, o que pensaban de la ciudad, o porqué estaban tristes, y si eran de los desencantados. Simplemente, nada de esto existía para él.
Se terminó el cigarrillo y tiró la colilla a la arena, sembrada, a aquellas alturas de la tarde, de cristales rotos y cáscaras de pipas. Entró en Gladys y cerró la puerta con llave. Aún había claridad suficiente, así que no dio la luz. Lo primero que hizo fue quitarse las sandalias y ponerse unas cómodas zapatillas de deporte plateadas. Luego pasó la mopa por el suelo, colocó los taburetes alienados ante la barra y pasó el trapo por las mesas bajas y por los ceniceros. Puso algo de música en el radiocedé, y se preparó un cubata.
Hacía más de seis meses que no veía a Álvar.
La primera en llegar fue Tollita. Traía el pelo aún húmedo de la ducha, y aunque se había maquillado a conciencia, Raúl vio que estaba cansada.
-Volví a casa de buena mañana.
Se sentó junto a una de las ventantas que miraban al paseo marítimo, y se puso a juguetear con su teléfono móvil. Raúl le preparó un cubata y se situó a su lado.
-Mírame el biorritmo de hoy.
-Bueno -respondió Tollita.
Bebieron al mismo tiempo.
Luego Raúl encendió las luces y subió el volumen de la música. Intuía que los primeros clientes de la noche estaban al llegar, y serían los de siempre. El verano había traído a la ciudad oleadas de turistas procedentes de Alemania, Inglaterra y Dinamarca -aquel año, las agencias de turismo habían ofertado estancias de ensueño en la ciudad-, parejas de hombres maduros deseosos de tostarse en la playa y encontrar agradable compañía juvenil, complaciente, y como ellos, tranquila y con ganas de pasarlo bien.
-Tírame esto al cubo de la basura -dijo Raúl tendiendo a Tollita una pequeña bolsa de plástico- En el de la esquina.
-Vale -dijo dirigiéndose a la puerta- ¿No esperas a nadie hoy?
Raúl se golpeó la frente con la palma de la mano.
-¡Jacqueline!
Marcó su número en el móvil y dejó sonar un tono. Luego colgó. Al cabo de dos minutos, la llamó desde el teléfono fijo -si su jefe preguntaba, siempre podría decirle que se trataba de una llamada estrictamente profesional-.
-¿Qué quieres? -graznó una voz oxidada.
-¿Dónde estás?
-Pesado.
-¿Dónde estás? -insistió Raúl alzando la voz- Habíamos quedado a las ocho y media.
-Tienes trabajo.
-Y tú también. ¿Dónde estás?
-Llego en veinte minutos. Me he encontrado con Ati, y ya sabes cómo está últimamente.
-¿Álvar? ¡Joder! Voy a llamarlo ahora mismo.
-No hagas tonterías. Espera hasta que llegue yo, y esta vez, para variar, no adelantes conclusiones.
Colgaron.
Tollita había vuelto a ocupar su sitio y seguía concentrada en la pantalla de su teléfono móvil. Su vaso estaba vacío. Raúl preparó otros dos cubatas y se sentó con ella, machacando un trozo de hielo con los dientes. Tollita alzó su mirada inexpresiva, pero no se dijeron nada. Se oyó un ruido de risas en el recibidor. Habían llegado clientes.



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