jueves, 24 de diciembre de 2009

LAS PULSERAS SUENAN CUANDO SON DOS

EPISODIO OO1
EL AROMA DE SU CUERPO ABRE UN MILLÓN DE OJOS EN LA NOCHE

Procedo de una familia completamente normal, y en aquel entonces andaba empeñado en hacer de esto una auténtica tragedia

El chico de la camisa hawaiana se detuvo al llegar a la altura del Triple XXX y llamó a la puerta, sin mirar antes a ambos lados, como suelen hacer los maleantes en las novelas de Dashiell Hammet, justo como a mí me hubiera gustado que ocurriera aquella noche. Llevaba el pantalón pegado al culo, y la camisa de flores bien ceñida a la cintura, algo sudada en las axilas, pero no me importó lo más mínimo. Del Triple XXX salió alguien vestido de momia y le besó en los labios. Un beso corto, pero radicalmente sonoro.

-Tío, sabía que eras tú -le dijo- Ayer vi a Rafa y me comentó lo de esta noche, que vendrías tú de momia, y que no podía faltar. Lo demás -añadió insinuando con una mano las formas de su cuerpo en el aire- ya me lo sé de memoria. ¿Entramos? Vengo pelao de frío.

Pensé que debía estar pasando demasiado frío, si realmente no llevaba nada bajo los vaqueros, como yo imaginaba que sería. Así que la colorida camisa de flores desapareció tras la puerta del Triple XXX, que se cerró con el chasquido amortiguado de la goma que recubría la jamba, y yo decidí quedarme un rato allí, terminando mi cigarrillo. Hacía un frío desacostumbrado en Cádiz en esas fechas, pero me importó más bien poco: llevaba más de seis meses sin pisar la calle un viernes por la noche -los sábados, por lo general, me quedaba en casa leyendo cualquier cosa que hubiese pillado en la biblioteca de las Tortugas; y si salía al cine, regresaba derechito al boquete de mantas y piñas de ropa que siempre ha sido mi cuarto- así que la brisa helada que sentía cortando mis labios y la piel de mis ventanas nasales me hacía más bien que otra cosa. Al menos me tenía con los pies en un sitio, un aquí y un ahora. Los ofrecimientos de Raúl habían sido constantes a lo largo de los seis meses aquellos: se dejaba ver con la nueva Jacqueline por los saraos que alguno de sus jefes improvisaba en su apartamento, o en el apartamento del amigo de un amigo que ahora estaba en Madrid probando suerte. Pero ¡oh fortuna, oh desdicha! Yo me resistía a salir de mi madriguera.
La puerta se abrió y sentí, desde el exterior, la furia atronadora de un altavoz, y la carcajada de una ninfa que arrojó un vaso de cristal contra la fachada del edificio de enfrente. El vaso estalló en una fugaz lluvia de diminutas lascas de cristal, y la bella ninfa corrió nuevamente adentro. La puerta se cerró, pero antes se oyó otra carcajada. Un par de globos de colores revolotearon unos instantes por mi lado, desangeladamente. Con rotulador negro, alguien había escrito en uno de ellos HIJO DE PUTA. Me acabé el cigarrillo y me acerqué a la esquina por si veía llegar a lo lejos a algún conocido. Estaba haciendo tiempo, intentando tranquilizar un poco mis nervios. Habían pasado seis meses desde la desaparición de Leo, mi mejor amigo. Ése era el origen de que llevase tanto tiempo sin salir, y no me apetecía exponerme a las miradas y a los comentarios de los parroquianos del Triple XXX, amigos de Raúl que nos rondaban tanto a Leo como a mí, y que habían sucumbido a la tentación de inmiscuirse en nuestras vidas según soplase el viento. Habría preguntas. Y no tenía ganas de aguantarlas, por lo menos no tan pronto.
A Leo lo mató su novio. Poco después de la Semana Santa decidió que volvería a Madrid, donde trabajaba como corrector ortográfico en una editorial universitaria. Su novio se ofreció a acercarlo en coche a la estación de Santa Justa en Sevilla, donde Leo tomaría cualquier tren con destino a Madrid (y no necesariamente el AVE, como cuentan por aquí. A Leo le gustaban los viajes largos, pues era aficionado a la meditación y a la escritura, y el rumor del paisaje tras el cristal del vagón lo estimulaba mucho). Y entonces le perdimos el rastro. A los tres días, Beatriz, su madre, dio la señal de alarma: Leo no había llegado al piso de la plaza de Tirso de Molina que compartía con un chicano informático. Su cuerpo apareció aquel mismo día, como respondiendo a las llamadas de Beatriz y de todos sus amigos, flotando en la bahía, desnudo. Se había conservado extraordinariamente, pese a los picoteos de algún pez o serpiente marina, y la autopsia reveló que había muerto de una fractura craneal: lo habían molido a palos la misma tarde en que se supone que subió al AVE (perdón, a cualquier otro tren), rumbo a su permisiva vida de placidez y ensueños. A los pocos días su novio, Enrique, se declaró responsable de su muerte.

CONTINUARÁ...






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